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Interculturalidad e identidad

  • Autor: Fernando Gonzales
  • 30 jul 2015
  • 4 Min. de lectura

Hay que entender que para entenderse a uno mismo se debe conocer a quién te rodea, y para ello se debe conocer, a su vez, a las personas que rodean a ese quién. Así se concibe a la interculturalidad: como una red esencial de seres humanos, que va colaborando con la construcción de la identidad de uno mismo en tanto se da la participación del otro. Esto conlleva, necesariamente, a abrir nuestras fronteras culturales para comunicarnos de manera exógena. Y es recién entonces que podemos hablar plenamente de cualquier intercambio. Esa comunicación con el otro, luego de ceder paso al diálogo constructivo, nos enriquece de expresiones y cosmovisiones ajenas que van expandiendo nuestros límites; los mismos que pone (como debe ser, pues sino no tendría sentido) la cultura de un grupo humano.


Sin embargo, es crucial tener en cuenta que esa comunicación merece ser horizontal y participativa desde ambas partes, siempre y cuando se desee alcanzar un auténtico proceso intercultural. Y tan solo se puede lograr si, primero, empezamos viéndonos como iguales bajo esa constante diferencia que nos hace ricos como seres sociales; para que, en segundo lugar, resignifiquemos o, al menos, cuestionemos el por qué somos lo que somos (o lo que creemos ser) y hacemos lo que hacemos (o lo que esperamos hacer). He aquí el verdadero valor de construir la identidad de uno a través del otro: el cuestionarse a uno mismo.


Esta actitud tan socrática cobra vitalidad y relevancia en un tiempo en el que estamos inmersos en nosotros mismos a causa de las tecnologías que nos aíslan cada vez más, y que tratan de evitarle al ser humano el difícil contacto físico (y el esfuerzo que conlleva) con otro ser humano. Es a causa de esta vida endógena que las sociedades empiezan a convertirse en maravillosos nichos de tradiciones puras, gracias a sus prácticas continuas; pero al mismo tiempo son hervideros de terribles costumbres que dañan a sus miembros y, de paso, al ambiente que los rodea.


¿Cómo así? Veámoslo con un ejemplo sencillo. Nuestra sociedad, que pretende ir sobre la línea de la industrialización y del capitalismo, ha entendido que lo que nos toca hacer económicamente es explotar esas particularidades que tenemos (otorgadas por nuestra diversidad climática, por ejemplo) para desarrollarnos como país. Tenemos, pues, grandes terrenos que guardan en sus entrañas diversos recursos naturales y, como es evidente, nuestra lógica cultural nos dictamina que debemos explotar aquel valor diferenciado (en comparación con otros países) para seguir desarrollándonos. Esa termina siendo nuestra cosmovisión mayor: la naturaleza al servicio del hombre. Sin embargo, con sociedades ajenas a esta cosmovisión se da una situación disímil, es el hombre quien se subordina a la naturaleza y aprende de ella para convivir en armonía sin destruirla. Y ese es el desarrollo, por ejemplo, que los Boras de la selva amazónica entienden para sus comunidades. Y ese es el desarrollo por el que son capaces de dar la vida.


A todo esto, ¿para qué nos sirve entonces la interculturalidad? Para ver en esa cosmovisión del otro nuevas oportunidades de desarrollo, nuevos caminos que aparecen en medio de un destino fatal de muerte ecológica que nos ha condenado nuestra pasión por la industrialización y el capitalismo. A la pregunta ¿y ahora qué hacemos?, luego de contemplar los efectos de la mano del hombre moderno, empezamos a cuestionarnos mirando al otro, que es diferente pero que también es igual: tan humano y con las mismas necesidades básicas que cualquiera. Y es en esa observación que se va dando el entendimiento mutuo, para desembocar después (sin duda, con un tanto de dificultad) en la reconstrucción y replanteamiento de lo que significa para nuestra sociedad “el desarrollo”. Tiene sentido entonces decir que la interculturalidad es aquella forma en cómo construimos nuestra identidad: pues nuestra identidad es lo que hacemos, al fin de cuentas.


No olvidemos a estas alturas que la comunicación se vuelve el eje central de todo este proceso de intercambio (por su intrínseca humanidad, dada por el lenguaje). La interacción comunicativa es un proceso de organización discursiva entre sujetos que, mediante el lenguaje, actúan en una constante afectación recíproca. Esa interacción termina siendo la trama discursiva que permite la socialización del sujeto por medio de sus actos dinámicos, de sus expresiones, en tanto que implican todos sus sentidos en la experiencia de ser sujetos del lenguaje. Y a partir de estos procesos interpretativos, los actores pueden comprender diferentes acciones comunicativas, propias y ajenas, reconocer las significaciones y las estructuras subyacentes de esas mismas acciones (vale decir, por qué se expresa lo que se expresa), asociar las reglas normativas generales a las escenas de interacción vividas (como la ética que hay detrás del comportamiento del otro), por medio de un conocimiento socialmente distribuido. Se desglosa entonces la interacción en múltiples mediaciones y, finalmente, se da el entendimiento, apropiándose de las formas de razonar del otro, gracias a pautas comunes de interpretación. Este es pues el preciso momento de la gloria del ser humano: el poder alimentarse de la mente y el espíritu de un tercero, a través de sus expresiones más puras, como lo es el lenguaje y todo lo que puede construir con él. ¿Puede haber algo más mágico y sublime que aquello?

 
 
 

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